lunes, 28 de abril de 2014

CARACAS, VISTA POR GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ






Entre 1957 al 59, Gabriel Garcia Márquez vivió intermitentemente en la ciudad de Caracas. Llegó desde Paris, donde había sido corresponsal del diario El  Espectador, de Colombia, que había tenido que  cerrar por motivos  políticos, después de que ascendiera al poder por medio de un golpe de estado, el general Gustavo Rojas Pinilla. Sin dinero y sin trabajo, a la deriva en esa hermosa ciudad, tuvo que aceptar  el trabajo de cantante en un bar, para poder pagar el hotelucho donde vivía y para mal comer. Su amigo y también escritor, Plinio Apuleyo enterado de sus avatares en París, le propone venir a Caracas, para trabajar en la revista Venezuela Gráfica. En esta ciudad, donde el amigo es director de la revista Momento, disfruta de una Venezuela próspera que recibe un gran flujo de emigrantes europeos y americanos en busca de todo tipo de trabajo. Se hospeda en una pensión de San Bernardino, y en el 57, aunque echa de menos a Mercedes, su eterna novia colombiana, sale, pasea y se divierte, para después recordar en Cuando era feliz e indocumentado.



También vivió la caída del dictador Pérez Jiménez el día 23 de Enero de 1958. Desde el balcón en la casa de su amigo Plinio, ven partir el avión llamado la Vaca Sagrada que lleva al dictador a su exilio de Santo Domingo. En  estos días intensos sus crónicas se multiplican, hablan de todo lo divino y humano, porque todo le interesa. De  Venezuela le seducen los contrastes, fruto de haber pasado en poco tiempo, de su carácter rural a un cosmopolitismo, debido a su recién descubierto petróleo. De su fino olfato de periodista salen las crónicas que reflejan el latido de la ciudad, que crece incansablemente y donde  se oyen todos los idiomas. Destaca de esta época, La infeliz Caracas, de la que tomo unos párrafos:





-¡Se alzó la aviación! – gritó. En efecto, quince minutos después, la ciudad de abrió por completo en su estado natural de literatura fantástica. Los caraqueños habían salido a las azoteas, saludando con pañuelos de júbilo a los aviones de guerra y aplaudiendo de gozo cuando veían caer las bombas sobre el Palacio de Miraflores, que para mí seguía siendo el Castillo del Rey que Rabió. Tres meses después, Venezuela fue por poco tiempo, pero de un modo inolvidable en mi vida, el país más libre del mundo. Y yo fui un hombre feliz, tal vez porque nunca más desde entonces me volvieron a ocurrir tantas cosas definitivas por primera vez en un solo año: me casé para siempre, viví una revolución de carne y hueso, tuve una dirección fija, me quedé tres horas encerrado en un ascensor con una mujer bella, escribí mi mejor cuento para un concurso que no gané, definí para siempre mi concepción de la literatura y sus relaciones secretas con el periodismo, manejé el primer automóvil y sufrí un accidente dos minutos después, y adquirí una claridad política que habría de llevarme doce años más tarde a ingresar en un partido de Venezuela.
Tal vez por eso, una de las hermosas frustraciones de mi vida es no haberme quedado a vivir para siempre en esa ciudad infernal.Me gusta su gente a la cual me siento muy parecido, me gustan sus mujeres tiernas y bravas, y me gusta su locura sin límites y su sentido experimental de la vida. Pocas cosas me gustan tanto en este mundo como el color del Ávila al atardecer.Pero el prodigio mayor de Caracas es que en medio del hierro y el asfalto y los embotellamientos de transito que siguen siendo uno solo y siempre el mismo desde hace 20 años, la ciudad conserva todavía en su corazón la nostalgia del campo. Hay tardes de sol primaveral en que se oyen más las chicharras que los carros, y uno duerme en el piso número quince de un rascacielos de vidrio soñando con el canto de las ranas y el pistón de los grillos, y se despierta en unas albas atronadoras, pero todavía purificadas por los cobres de un gallo. Es el revés de los cuentos de hadas: la feliz Caracas.

Imágenes y texto tomados de Internet




lunes, 14 de abril de 2014

LECTURAS PARA VACACIONES






LA ELEGANCIA DEL ERIZO
Muriel Barbery

En la portería de un elegante inmueble de París, tiene su escenario La elegancia del erizo, de Muriel Barbery. El titulo no sugiere nada, más bien desconcierta, no tenemos una imagen a que asociarlo. Pero al leer sus páginas nos adentramos a un mundo de realidad y fantasía compartida, donde lo obvio a primera vista, se convierte después de analizarlo y detenerse unos momentos en sus orígenes, en el absurdo que sólo la mente del niño, aún sin contaminar podría comprender. La parte realista nos convoca a la reflexión de innumerables acontecimientos con los que convivimos a diario y apenas son percibidos por nosotros. La soledad de las grandes ciudades, de los edificios citadinos donde todo el mundo se saluda con cortés indiferencia, después de compartir historias durante tantos años. Las clases burguesas son diseccionadas en una crítica feroz sin esperanza de salvación. Sólo 3 personajes interesan a la autora: la portera Ranee, Paloma una niña superdotada y el japonés Ozu, ya de vuelta de muchas batallas. Este personaje será el aglutinador y el revulsivo a la vez de este elegante edificio. 



Ranee es una portera fuera de lo común: culta, refinada, indiferente a todo lo que no sea el Arte, en sus consecuencias y las emociones que éste transmite, en él,  es donde encuentra el sentido de la vida. Su historia de vida es simple: de Portugal emigró  a Francia, hacia las tierras donde el Arte, que ella escribe siempre con mayúsculas, es una razón de estado para los ciudadanos. Viuda, sin hijos, sin amigos con quien conversar y compartir emociones. Cumplida y oficiosa, pero haciendo respetar sus horarios y derechos adquiridos en aquella Revolución que un día cambió el mundo. Atrincherada en su portería, donde se esconde, más que habita,  los días transcurren inexorablemente, sólo al Arte se hace permeable, entonces reflexiona con avidez sobre el cine y la estética japonesa a la cual admira, la música o los pasajes aprendidos de memoria de Tolstoi, hacen que su día a día tenga sentido y pueda despertar y levantarse una mañana  más.


Paloma, la niña sabia, la niña que sin apenas haber vivido, está cansada, abatida.  Se mira en el espejo de los adultos que la rodean y salvo excepciones, esa imagen le produce vértigo, en nada quiere parecerse a ellos. Si vivir y madurar es llegar a sentir esas emociones y compartir su pensamiento, prefiere quedarse por el camino. Y por ello, planea su suicidio, sin remordimientos y sin apenas levantar polvo sobre las aceras.
Un nuevo inquilino del inmueble, el japonés señor Ozu, viene a tender un lazo entre estas dos almas que no encuentran el sentido de sus vidas, la una por haberlo perdido con el tiempo y la otra, porque jamás lo encontró en su corto tiempo de vida.
El señor Ozu, representa lo genuino y valioso que aún subsiste en el ser humano “civilizado”, el hombre citadino y burgués poseedor de una vida aburridamente confortable, donde todo está previsiblemente cubierto y protegido con todos los derechos adquiridos en años de civilización y que sin embargo, se siente a veces inútil y desdichado.
Poco a poco estos tres personajes van tejiendo la historia, contada siempre en primera persona. Una dura crítica hacia la alta burguesía intelectual francesa, que para la autora, ha ido perdiendo la sencilla humanidad que nos conecta piel a piel con el prójimo, con la realidad de a pie, en aras de un  progresista bienestar común, que al final, no llega a permear las distintas capas de la que toda sociedad se compone y, a la que en teoría, pretende llegar.

Una lectura amena, reflexiva y muy francesa.
Imágenes tomadas de Internet

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